Disculpas a tiempo


Cuando terminé de arreglarme el cuello de la camisa, y tras asegurarme de haberme embadurnado del perfume que tanto te gustaba, me dispuse a salir bien acicalado hacia la puerta de tu casa. No era una distancia especialmente larga, aunque con mi ritmo pudiera hacerse pesada. Y es que tenía que pensar bien lo que iba a decir, memorizar las palabras de un discurso elaborado que consiguiera tu perdón.

Por suerte era un día soleado, de brisa suave y agradable, y que invitaba a dejarse embriagar por la alegría que flotaba en el ambiente. Y yo, envuelto en ese furor mañanero, empecé a andar, un paso tras otro, estando cada vez más cerca de ese momento tan temido.

De camino me detuve en el rosal que había sido testigo de nuestros encuentros furtivos en más de una noche cuando ya nadie caminaba por las calles. Me recliné dispuesto a oler una de esas flores y, sin pensarlo, arranqué una para ti, no sin evitar pincharme logrando que maldijese como si fuera un perro gruñón.

Ya con ella en mi mano izquierda, mientras me chupaba la poca sangre que emanaba de la otra, continué hasta tu casa pensando en mi disculpa. Porque por fin había descubierto lo importante que eras para mí, y de ahí que aquella mañana caminase, de tu casa a la mía, desconcertado y temeroso, pero seguro de lo que hacía y de lo que pretendía.

Me planté en la puerta de tu casa, cogí aire y anduve los últimos pasos. El corazón me latía tan rápido que pensé que se iba a desbocar del pecho y sentí cómo me temblaba la voz. Incluso llegué a pensar que me quedaría mudo en cualquier momento, pero aun así no iba a retroceder. Acaricié el timbre, dudando si apretar o esperar un poco más, y tras pensarlo dos veces, le di y escuché su agudo sonido que te avisaba que estaba ya aquí.

Tú tardaste en abrir, no supe si era porque no me querías recibir o si era porque estabas igual de nerviosa que yo, pero esperé paciente aprovechando esos minutos para recordar el discurso preparado. ¡Maldición, lo había olvidado! Entonces palidecí, lleno de dudas, miedo y vértigo, sensaciones que aumentaron cuando al fin noté tu presencia al otro lado de la puerta, y supe que mirabas por la mirilla, dudando si abrirme o hacerme pensar que no te encontrabas en casa.

Pero finalmente lo hiciste y tu mirada, seria y compungida, se fijó en la mía, asustada y temblorosa. Yo extendí la rosa para que la cogieras entre tus manos, susurrando un débil ‘Te quiero’ mientras en mi cabeza me decía a mí mismo que eso era lo que tenía que decir al final del discurso olvidado, y no al principio como había hecho.

Tú suspiraste, mirando hacia mis pies y después de nuevo a mis ojos. Entonces esquivaste la mirada, evitando que notase cómo la comisura de tus labios había hecho un amago de sonrisa. Y tras mirar al interior de tu casa, y recuperar la compostura, te volviste de nuevo: seria, firme, convencida que no había notado cómo habías bajado la guardia.

Sin embargo me encontraste una vez más, y esta vez con esa mueca de niño triste, de perro abandonado: cabizbajo, con mi labio inferior doblado, los ojos achicados y la rosa sobre mi pecho. Era lo que llamabas la mirada de Calimero, a quien nadie quiere y al que todos abandonan. Entonces reíste, te sumergiste en miles de carcajadas y supe que esta vez la disculpa había llegado a tiempo, y susurré un casi imperceptible perdón.

Aún dudaste un poco. Pero al final saliste de tu casa y cogiste la rosa. Te la llevaste a tu nariz y respiraste un poco. Pero una avispa salió de entre los pétalos y empezó a revolotear entre tu pelo. Te pusiste nerviosa, tirando la flor y gritando como una loca implorando que se fuera, mientras yo intentaba cazarla al vuelo, entre saltos torpes que me hicieron caer de bruces contra el suelo.

Aquello hizo que te olvidases de la avispa y te rieras de mi torpeza con más ganas que antes. Te quedaste ahí enfrente, sin ayudar a levantarme, sólo riendo a carcajadas aún más sonoras que las otras, viéndome en el césped de tu entrada, como una cucaracha con las patas arribas intentando darse la vuelta, y yo sin entender lo que provocaba tanta risa, esperé a que acabaras. Pero no podías. Se te habían saltado las lágrimas y yo, divertido y derrotado por una avispa, confié en que al final tu compasión se apiadase de mi torpeza.

Tus risas se convirtieron en el escenario de aquel momento, hasta que moví mi pierna izquierda con rapidez, provocando que te cayeses encima de mí y aplastando la rosa que había cogido para ti. Entonces tus risas cesaron inmediatamente, y con tus ojos bien abiertos, me miraste desconcertada. Luego te volviste hacia la rosa, la cogiste del tallo y la miraste desolada.

- ¿Ves lo que has hecho? –me preguntaste con cierto tono recriminatorio mientras me enseñabas la rosa espachurrada.
- Lo siento –contesté yo, otra vez expectante y temeroso.

Pero entonces volviste a reír… la disculpa había vuelto a llegar a tiempo, tirados en tu jardín, con la rosa ya fuera de este encuentro. Entonces, abrazados, sentí cómo tus manos acariciaban mi rostro antes de que tus labios se posasen en los míos, recibiendo tu perdón en forma del dulce de tu lengua saboreando mi boca.

Aquella mañana conocimos lo mejor tras una discusión; una reconciliación intensa que no hizo otra cosa que reforzar los lazos que antes nos unían. A partir de entonces, nuestros pasos en este mismo camino compartido se hicieron más firmes y seguros… pero claro, esto sólo sucede así cuando las disculpas llegan a tiempo.


2 comentarios:

  1. Que pena que en mi cabeza no quepa esa idea de reconciliación.

    ¿Cambiaría mucho la historia si ponemos un día de lluvia en lugar de una mañana soleada, un edificio centenario en una barrio obreo en lugar de una casa con jardín, y un correo electrónico en lugar de una rosa?

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  2. pues en un principio no cambiaría si modificamos estas cosas, siempre y cuando la intención se mantuviera.

    Puede que el relato caíga en cierta fórmula para contar algo cotidiano. Hablar de un buen día, una rosa, un paisaje bonito y acomodado... todo para ir llevándolo casi de la mano y sentirlo casi con una armonía idílica. Puede que peque de eso

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