Así empieza "Los tiempos enfermos"



TODO POR LOS SANOS

La inmortalidad, ésa es la mayor quimera del ser humano. La capacidad de vivir para siempre, estar presente en este mundo a lo largo de miles de épocas, ser testigo de todas ellas y poder ser historia viva de este planeta. No es algo que deba sorprendernos. Nuestra sociedad se cimienta en el concepto casi incuestionable de negación de la muerte. El hombre es prácticamente inútil a la hora de sentarse y asumir que, tarde o temprano, todas las personas que le rodean, morirán… y que él mismo está abocado a tal fatal destino. La muerte como fin de la persona, como final de una historia única e irrepetible que jamás nadie se parará a contar a los demás. Desaparecemos y todo lo que hayamos hecho estando vivos habrá dejado de importar. Con un poco de suerte nos recordará un puñado de personas, que cuando ellos también mueran provocarán el olvido eterno de tu paso por el mundo.

Supongo que debe ser arrollador sentarse un buen día y darse cuenta de esta realidad. Por eso, cada ciudadano de este país, de esta sociedad en su conjunto, vive, lucha y hace todo lo posible por frenar, por atrasar ese momento. Hay que vivir todo lo posible y hay que exprimir ese tiempo con la suficiente eficacia para que, cuando llegue, exista un legado. Da igual quién seas. No se trata de ser un cantante, actor, escritor o político famoso. En esa sociedad todo el mundo necesita un legado, ser recordado: desde un barrendero hasta el más ambicioso de los magnates que se apuestan su capital en una tarde en las bolsas más importantes… Y esa obsesión no es de ahora.

Empezó a fraguarse hace varios siglos. Supongo que a mediados del siglo XX, cuando acabaron las guerras mundiales y el capitalismo se instauró como orden social dominante, acompañado de un sentimiento de consumismo creciente que aletargó a la civilización de aquel entonces. Fueron tiempos muy complicados de valorar, pues con su creciente desigualdad social y la separación cada vez más arrolladora de las injusticias, se produjeron importantísimos avances en la mayoría de los campos científicos… aunque ninguno de ellos reportaría tanto beneficio como el de la medicina.

La salud: estar sanos, llevar una vida equilibrada, una dieta correcta, hacer ejercicio, no fumar, reforzar el sistema inmunitario con nutrientes, vitaminas, llevar un control estricto de la tensión, el ritmo cardiaco, el peso… Cada vez era mayor la cantidad de recomendaciones que se iban lanzando desde diferentes organismos e instituciones para crear una población sana y longeva. Era como si se intentara por todos los medios llegar a esa casi inmortalidad donde lo que más importaba era conseguir cumplir un año más. Empezó haber instrucciones para casi todo. Al principio eran meras recomendaciones para evitar que las bacterias entrasen en el organismo o que el cuerpo contrajera enfermedades crónicas o mortales. Muchas eran de sentido común: lavarse las manos antes de comer, cepillarse los dientes, usar preservativo durante una relación sexual… aunque a mediados ya del siglo XXI, aquellas recomendaciones comenzaron a convertirse en leyes escritas por los gobiernos y de obligado cumplimiento por los ciudadanos.

Poco a poco se empezó a crear una obsesión en toda la humanidad del primer mundo por todo aquello que tuviera que ver con la salud, una obsesión que angustiaría a la propia ciudadanía cada vez más: la epidemia de SARS, gripe aviar, peste porcina, meningitis, fiebre amarilla, gripe A…

Ya por aquella mitad del siglo XXI, sobre el año 2.055 más o menos, los cambios empezaron a ser más notables. Los restaurantes hicieron remodelaciones complejas en sus instalaciones, más allá de las que tuvieron que hacer a principio de aquel siglo cuando quisieron separar la zona de fumadores de los no fumadores. La ley les obligó a crear una «zona de desinfección», por donde los clientes debían entrar para lavarse las manos y la cara con productos específicos antes de poder sentarse en el comedor. Productos que eran fabricados por la ATA —una empresa cuyo consejo de administración estaba formado por políticos de diversas formaciones— y que estaban gravados con impuestos específicos conocidos popularmente como el coste de salud. Muchos cuestionaron aquellas primeras medidas, pero la aparición de un nuevo virus y el miedo a sus consecuencias provocaron que todo el mundo aceptara las nuevas imposiciones gubernamentales.

Aquel virus fue conocido como la xiolitis, una extraña enfermedad que según los científicos se había originado en África y que se había propagado a gran velocidad tras exportar comida al centro de Europa. Era una enfermedad respiratoria que bloqueaba los bronquios lentamente hasta provocar la asfixia del infectado y, según se había descubierto, el virus se propagaba con el contacto físico de manos. No con cualquier otra parte del cuerpo. Solo con las manos. Las causas nunca se llegaron a explicar, pero se sabía que la probabilidad de contagio aumentaba potencialmente mientras se comía. En algunos lugares hasta llegaron a repartir guantes de látex y daban cubiertos esterilizados para poder hacer frente a esta enfermedad, que solo aparecía de vez en cuando, como un brote fulminante que se llevaba a decenas de miles de personas en menos de siete días. Luego desaparecía y no se volvía a saber de la xiolitis en años.

Los más alarmistas, asociaciones y organizaciones convencidas en la teoría del complot de los gobiernos, afirmaban categóricamente que la xiolitis era una enfermedad de laboratorio que los poderosos soltaban en algunas zonas en las que se precisaba «hacer limpieza» de personas, y que se señalase a África como lugar de procedencia tampoco era algo gratuito. El continente africano empobreció aún más cuando surgieron los primeros brotes de xiolitis. Se suprimió el turismo, se prohibió cualquier exportación de cualquier país africano y hasta eliminaron transportes, vuelos y cualquier comunicación que pudiera traer de vuelta al virus. Sin embargo, todas estas asociaciones no dejaron de alertar al mundo que en África solo se había registrado un brote de xiolitis, frente a los cincuenta y ocho que ya llevaba Europa, los ciento veintidós de América o los cuarenta y cinco de Asia. Curiosamente, Oceanía no había registrado jamás un brote de este virus.

La alarma social era bastante exagerada en cuanto las noticias hablaban del virus. Por eso, hoy, en el 2.212, estudiamos la xiolitis como el gran azote de la segunda mitad del siglo XXI. La gente se encerraba en casa en cuando se detectaba la ínfima posibilidad de que el virus pudiera estar presente: calles desérticas, comercios cerrados, colegios clausurados, carreteras vacías y casas con las persianas bajadas del todo para impedir que pudiera entrar el virus en sus hogares. El miedo imperaba a cualquier otro sentimiento.

Si alguien supo sacar rentabilidad a la xiolitis, a parte de la ATA, que fabricaba guantes de látex, mascarillas y geles desinfectantes, fue una pequeña empresa alemana que puso de moda un blindaje especial a los domicilios. Puertas y ventanas cerradas herméticamente, con un extractor de aire que aseguraba poder limpiar el oxígeno de cualquier presencia del virus. El señor Rudolf von Hassefld se convertiría en todo un visionario y recibió miles de premios por aquella aportación al mundo. «Gracias a él nuestras casas son más seguras» se podía leer en miles de carteles publicitarios.

Aquel aparato se iría remodelando a lo largo de los años y no solo limpiaría el oxígeno. También alertaba de la presencia del virus en alguna instancia de la casa. Con los años, y tras la correspondiente mutación que tuvo la xiolitis, el aparato empezó a tener muchas otras funciones llegando a identificar más de cincuenta cepas diferentes. Todo esto siempre bajo la constante denuncia, siempre sin pruebas, de las asociaciones de alarmistas. Aseguraban que era el propio Rudolf von Hasselfd quien hacía mutar al xiolitis, obligando al consumidor a tener que comprar otro de aquellos limpiadores de aire si quería tenerlo actualizado. La teoría no era disparatada… con el tiempo se descubrió que muchas empresas informáticas creaban virus que destruían los sistemas informáticos para poderte vender su propio antivirus. La teoría era la misma, pero aquí el negocio no era para salvar ordenadores, sino vidas humanas.

Rudolf von Hasselfd negó siempre la mayor. Era un hombre de éxito. Pronto se convirtió en uno de los diez hombres más influyentes del mundo y eso siempre traía consigo un buen puñado de enemigos. Sería idolatrado por unos y vilipendiado por otros, pero lo que nadie podía negar era que su invento salvaba vidas… Aunque por otro lado, imagino que no era fácil luchar contra aquella reputación de «comerciante de vidas humanas», sobre todo cuando la xiolitis reaparecía bajo una cepa distinta tras detectar un descenso de ventas de su famoso aparato. Fueron muchas las asociaciones que denunciaron e intentaron hacer ver al mundo la casual llegada de una nueva cepa del virus tras una caída de las acciones de la empresa de Hasselfd. Sin embargo, para entonces la influencia de aquel hombre era tan poderosa que ningún medio de comunicación serio se hacía eco de aquellos informes. Al principio porque las inversiones publicitarias de la empresa del alemán eran millonarias. Si alguien se metía con él, Hasselfd no dudaba en retirar la publicidad… luego fue introduciéndose en los consejos de administración de los grupos de comunicación hasta convertirlos de su propiedad… Así que, cualquier campaña contra él era inútil...


¡MUY PRONTO PODRÁS CONTINUAR LA HISTORIA!


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