En el reflejo del cristal

Ahí estaba yo, como siempre, en el mismo tren, en el mismo vagón, en el mismo asiento, dirigiéndome a la oficina sin aún haberme quitado la última legaña. Lo llevaba haciendo durante dos años, sin faltar ni sólo un día a mi obligación, algo que no me entusiasmaba mucho, pero que asumía con la mejor de las sonrisas.

Tal vez sonreía porque en aquellos viajes había algo, o mejor dicho, alguien, que hacía que fuesen más llevaderos, que me sumergía en miles de fantasías que brotaban en mi mente, porque, cada día, en el mismo tren, en el mismo vagón y en el mismo asiento, cuando llegaba a la primera parada de mi viaje, subía una hermosa mujer de cara fina y nariz respingona, de piel blanquecina y ojos marrones, y con una larga melena rizada y pelirroja rozando sus mejillas.

Solía sentarse siempre enfrente de mí, y lo hizo durante esos dos años, acompañándome en mi trayecto hasta la penúltima parada, en la que se bajaba y a la que no volvía a ver hasta pasado el mediodía, cuando volvíamos a coincidir en la vuelta a nuestras casas: en el mismo tren, en el mismo vagón, en el mismo asiento.

Debía tener unos treinta y pocos años, y parecía que desprendiera algún tipo de luz, como si fuese un ángel venido del cielo para alegrar mis horas de viaje. Era tan bella, tan hermosa, que hasta tenía miedo de mirarla fijamente y que leyera en mis ojos hasta que punto me sentía atraído por ella. Por eso, sólo me atrevía hacerlo a través del reflejo del cristal: una imagen tenue que se dibujaba cada mañana enfrente de mí y que contemplaba como si fuese el único instante bonito y bello por el que mereciera la pena levantarme tan temprano.

Así la fui observando durante muchos días, de lunes a viernes, durante dos años. Ella siempre enfrente de mí y yo estudiando cada sonrisa, cada gesto que veía a través del cristal. A veces ella me devolvía la mirada, siempre por el reflejo de la ventana, y yo desviaba mis ojos para que no sintiera que la observaba.

Llegó un momento en que aquel instante del día, cuando coincidía con ella en el mismo tren, en el mismo vagón y sentados sobre los mismos asientos, se convirtió en el período más bonito y esperado, porque gracias a su reflejo, me sumergí en miles de fantasías donde mi realidad era una bien distinta a la que vivía. Y lo que empezó como una fantasía, se convirtió en una necesidad.

Empecé a guardarle el sitio. Cuando llegaba al tren, me sentaba y ponía los pies encima del de enfrente para impedir que nadie se lo quitase, y cuando nos deteníamos en la primera parada, miraba a la puerta, pendiente de cuando ella entrase. Cuando la veía los bajaba para que pudiera sentarse. Aunque no siempre lo conseguía, y a veces, una vieja de rostro arrugado se ponía enfrente de mí arruinando aquel viaje tan esperado.

Cuando esto sucedía, tenía que hacer auténticas virguerías para verla, intentando cambiar el ángulo de visión y así poder encontrarme con ella, quien se sentaba en unos asientos más alejados. Y mientras nadie se pusiera de pie, podía contemplarla ajena a mi mirada, mientras yo fantaseaba una vez más con una vida plena a su lado.

Fueron muchas las mañanas, a primera hora y después más tarde, en la que esta muchacha se convirtió en mi pareja de viaje. Había días donde se le veía muy feliz, vestida con alegres vestidos y con su cabello suelto. Otras veces parecía más seria, aunque eso no quitaba la belleza que desprendía. Y posiblemente, durante aquellos dos años, le vi de diferentes estados de ánimo y hasta me creí capaz de leer en su mirada las cosas que pasaban por su mente.

Me hubiera gustado reunir las agallas y el valor suficiente para poder dirigirme a ella. Decirle -Hola, ¿Qué tal estás?-, pero rápidamente me decía a mí mismo -¿Adónde vas? Es mucha mujer para ti- y me quedaba callado, mirando tras el cristal, conformándome con aquel regalo que me hacía cada mañana.


Hubo un día que creí tener esa fuerza. Mis fantasías con ella eran cada vez más frecuentes, y ya no sólo durante mis trayectos en el tren, sino también en casa, cuando me encontraba solo y triste, sentimientos que solían despertarse en mí a la última hora de la tarde, cuando el sol ya había caído. Así que, me dije -Vamos a intentarlo.

Me esperé al viaje de vuelta, sentado en el mismo tren, en el mismo vagón y en el mismo asiento, con mis pies por encima del suyo para evitar que la vieja me arruinarse mis planes. Ella subió en la siguiente parada, radiante, como siempre, y se sentó enfrente de mí como cada día, mientras hablaba por su teléfono móvil.

Fue una sensación muy gratificante. Pude oír su voz, dulce y suave, tal y como me la imaginaba en mis sueños. Sin embargo, aquella sonrisa que tenía dibujada en mi rostro y las palpitaciones que replicaban con fuerza en mi corazón, se fueron apagando cuando, a medida que ella hablaba, comprendí que ya estaba con alguien. Ese modo de decir ‘cariño’, ‘tesoro’ o ‘yo también te quiero’, sumado a una alianza en el dedo, puso de manifiesto lo que tanto me temía. Ella ya estaba con alguien, y posiblemente estaba casada.

No obstante, a pesar de la grandísima decepción que sentí, aquello no supuso un impedimento para que al día siguiente, cuando ella se sentó, como cada mañana en el mismo tren, en el mismo vagón y en el mismo asiento, me pusiera a contemplarla a través del reflejo del cristal. Me imaginé que tenía una goma de borrar mágica y que con ella eliminaba la sortija de sus dedos. Así, podía continuar como siempre, guardando en mi memoria, a lo mejor ya no a ella, sino al reflejo que veía.

Un buen día, ella empezó a mostrarse más seria. Tenía mala cara, como de no haber dormido en toda la noche, con unas ojeras pronunciadas y más maquillada que de costumbre, supongo para que nadie percibiera su rostro entristecido. Aunque yo ya me lo conocía a la perfección y sabía que le pasaba algo. Me hubiera gustado preguntar, pero me daba miedo, y durante varias semanas le estuve viendo muy apagada y melancólica, hasta que, de repente, su sortija desapareció de su dedo y poco a poco, la alegría volvió a su cara.

Por fin estaba disponible y yo había suspirado por ella durante mucho tiempo. Así que, me dije -no puedes dejarla escapar-. Aun así, preferí quedarme sentado enfrente de ella sin hacer ningún movimiento. Mi madre decía que los hombres podemos predecir cuando una mujer se queda sola, y no lo decía como un halago, sino como un defecto que nos convertía en moscas cojoneras capaces de agobiar hasta el más pintado. Y yo no quería que ella pensase que me quería aprovechar de su momento de debilidad. Si había podido esperar tanto tiempo, podía hacerlo un poco más.

Y así, durante varias semanas, me quedé como siempre, esperando nuestros reencuentros para poder ver su reflejo y fantasear con que se hacía realidad la propia fantasía en sí.

Tal vez esperé demasiado, y un día, en el camino de vuelta, entró en el mismo tren, en el mismo vagón y en el mismo asiento, con los ojos llorosos mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo ya empapado. Me quedé petrificado, sin saber que podía hacer o decir, y permanecí inmóvil, mirándola fijamente mientras me sentía bloqueado. Sólo pude hacer una cosa: sacar un pañuelo de papel y ofrecérselo para que lo remplazase por el que tenía entre sus manos. Ella me sonrió y lo aceptó, cogiéndolo de mis dedos, donde pude sentir los suyos rozándose con los míos. Pero no le pregunté nada. Creí que sería de mal gusto.

Ella dejó de llorar, con mi pañuelo enrollado entre sus manos, y no dijo nada hasta que llegamos a su parada. Se levantó y me dijo -Hasta luego-. Yo le dije adiós y vi cómo se marchaba rota en pedacitos sin saber qué era lo que le había borrado la hermosa sonrisa del rostro.

Pasé toda la noche pensando en ella, preguntándome si estaba bien, si necesitaba estar con alguien, y esta vez me dije a mí mismo –Coraje, muchacho. Mañana le preguntas qué tal se encuentra-. Y así, con esa decisión, me planté al día siguiente, en el mismo tren, en el mismo vagón, en el mismo asiento.

Coloqué mis pies en el asiento de enfrente para asegurarme que nadie se lo quitaba. Pero cuando llegué a la primera parada, ella no subió. Su lugar fue ocupado de nuevo por la anciana, quien me estuvo mirando fijamente, sin importarle siquiera que le devolviese la mirada de mala gana. Yo jamás había sido así de descarado. Al menos la desviaba al reflejo del cristal.

Esperé al día siguiente confiando en que ella volviera a la rutina, pero tampoco subió entonces. Ni tampoco al otro día después. Y así, y durante tres semanas, su asiento dejó de ser ocupado por la mujer más bella del mundo para pasar a ser de diferentes personas: un adolescente lleno de pendientes, unos jóvenes que se comían a besos, una señora gorda que leía en su trayecto o la vieja, esa vieja que tan nervioso me ponía, y encima ahora había tomado por costumbre volver comiendo cacahuetes, masticándolos con la boca abierta, emitiendo asquerosos sonidos con la lengua, y encima, hasta percibía el olor de sus tentempiés mezclado con el amargo de su boca.

Mi princesa se había esfumado y así tenía que aceptarlo. Hasta que un día, en el mismo lugar de siempre, emprendí un nuevo viaje a mi oficina. Ya no le guardaba el asiento, y nada más sentarme solía cerrar los ojos para no ver el panorama que me rodeaba, aunque nunca llegaba a dormirme. Sentía como el tren se detenía en todas las paradas y oía tanto los pitidos que avisaban del cierre de las puertas como las conversaciones de la gente que permanecía de pie a la espera de un asiento libre.

De pronto, antes de llegar a la penúltima parada del trayecto, abrí los ojos y ahí estaba ella, en el mismo asiento, del mismo vagón, del mismo tren... cómo lo había estado durante los dos últimos años: sonriente, muy bella, muy hermosa. Me miraba fijamente, y no a través del reflejo de cristal como había hecho yo durante todo este tiempo, sino directamente, tal vez feliz al ver que todo seguía igual; la misma gente viajando en el mismo tren.

El tren llegó a la parada, ella se levantó y se fue mientras yo me quedaba bloqueado una vez más, viendo cómo se alejaba sin atreverme a tomar cualquier tipo de iniciativa, deseando levantarme de mi asiento para decirle todo lo que sentía... Pero no lo hice y sólo me quedó una esperanza: volver a verla en el viaje de vuelta.

Han pasado ya muchos meses de aquel entonces y jamás volví a ver a mi princesa. Sólo me queda el recuerdo de un tiempo en el que coincidía con ella, en el mismo tren, en el mismo vagón, en el mismo asiento. Ahora tengo que viajar solo y ya nada es igual, aunque todavía puedo sumergirme en mis mundos de fantasía gracias a la bellísima imagen que se dibujaba en el reflejo del cristal.

1 comentario:

  1. Algo similar le pasó a mi compañera de piso tiempo atrás. Durante unos años (diría que tres), coincidía tres o cuatro veces por la mañana a la semana con un chico en la misma estación de tren para bajar a Barcelona, pero ninguno de los dos nunca se atrevió a decir nada. Me comentaba que había cruces de mirada, y que en ocasiones, cuando ella se bajaba en su parada y subía por las escaleras mecánicas veía como él la seguía con la mirada.

    Hasta que ella un día cambió de trabajo y así que quedó todo. Mi compañera no tenía novio por entonces y este chico no sabemos, pero siempre le quedó esa espinita de haberlo sabido.

    Por suerte o por desgracia a mi esas cosas no me han pasado nunca, a lo sumo, en un viaje de cercanías, pero son miradas que se quedarán grabadas en el ventanilla del tren.

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