El soborno


Tomás era uno niño que vivía en una gran casa, un chalet individual que sus padres habían comprado cuando se casaron, alejado de la ciudad, dentro de una urbanización de lujo lleno de zonas verdes y parques. Estaba tan alejado que para ir al colegio debía esperar al autobús escolar, aunque a veces, si su padre no tenía que madrugar –que eran pocas-, solía ofrecerse para acercarlo en su BMW. Las clases duraban desde la mañana hasta media tarde, pues se quedaba allí para comer y después tomaba el mismo autobús para regresar. En casa esperaba Yanis, la asistenta que limpiaba y le cuidaba, pues a su madre no la veía hasta las ocho, después del baño y con el plato de comida cubana ya encima de la mesa para cenar e irse a dormir. Tomás no veía mucho a papá y mamá, pero era feliz. En su vida no le faltaba de nada: ni un plato que llevarse a la boca, ni ropa que ponerse, ni mucho menos juguetes. Posiblemente era de esto último de lo que más tenía.

Sus padres tenían que salir a trabajar desde muy temprano hasta que caía el sol. Papá decía que había que currar mucho para poder vivir así, en aquella casa, y para poder comprar los juguetes con los que jugaba, algo que Tomás curiosamente entendía casi sin cuestionarlo. Era una verdad absoluta tan repetida, a veces a gritos cuándo discutía con mamá, que Tomás directamente la había asumido.

El precio por aquella vida de lujo parecía demasiado pequeño si lo comparaba con el placer de tener tantas cosas en su habitación sobre las estanterías. Tomás tenía casi de todo, a veces hasta juraría que no había objeto material que no estuviera en la inmensa habitación que Yanis tantas veces había recogido, cuándo el crío, poseído por una de sus rabietas, empezaba a tirarlo todo por el suelo, y si podía romperlo, mejor. Al fin y al cabo, si no era papá, mamá le reemplazaría el juguete roto por otro nuevo.

Tomás llevaba una vida completa y plena, sumergido en el camino de rosas que sus padres habían allanado previamente para que no sufriera aquellas cosas que afirmaban haber vivido en sus infancias. Tomás debía tener todo cuánto ellos no tuvieron, aunque eso, a él le daba lo mismo. Ni siquiera sabía de qué hablaban cuándo se lo contaban durante el fin de semana, momento en el que más los veía.

Su infancia estaba siendo el resultado del sueño que sus padres pensaron para él, y eso hacía que se sintiera con cierto poder, como si tuviera algo que los demás no poseían. Por eso, en clase, algunos de sus compañeros no eran más que pobres desgraciados con los que podía alardear de todo cuánto él tenía, y que los demás no. Les contaba con mucho detalle lo que podía hacer en su gran casa, y cómo obligaba a Yanis a obedecerle con sólo chasquear los dedos… y lo hacía con todos sus compañeros embobados escuchando sus historias.

Eran pocos los momentos en el que él estaba triste, aunque procuraba no decirlo. A veces, cuándo por fin se callaba, escuchaba a sus amigos contar sus peripecias en el barrio, las riñas de sus padres o las excursiones que tenían con ellos. Y al salir de la escuela, observaba con atención cómo en las puertas aguardaban aquellos padres que no trabajaban tanto, porque no tenían los pagos de un chalet o un BMW. Veía cómo recogían a sus compañeros, les traían la merienda y se quedaban jugando con ellos, mientras él debía volver al autobús, regresar a casa y escuchar a Yanis. A veces, se enfadaba tanto que cuándo se encontraba con la cubana, la insultaba, la pegaba y se iba despavorido a la habitación dispuesto a romper todo cuánto pillaba a su camino.

Un año, cuándo Tomás tenía diez años, sus padres se acercaron con el catálogo de juguetes. La Navidad estaba ya muy cerca y ellos no sabían qué quería el niño que le trajera Papá Noel y los Reyes Magos (él tenía la suerte de recibir regalos los dos días). Así que, con el catálogo del Toy-R-us en mano y folio y papel, le pidieron que hiciera lo propio: escribir la carta con sus mayores deseos.

Era el momento más mágico del año. La posibilidad de tener cuánto quisiera estaba en la punta de su lapicero, y sin más dilación se puso a escribir. Ya sabes, lo típico: “querido rey mago, este año he sido muy bueno –mentira- y me he portado muy bien con papá y con mamá –a ver, si no los ve-. Este año me gustaría que me trajerais…” y entonces, Tomás se quedó en blanco. Por primera vez no sabía qué pedir. Tenía de todo, cómo bien alardeaba de ello en el patio del recreo, y posiblemente, si echaba algo en falta, era que papá y mamá fueran a recogerlo al colegio o que compartieran con él esos momentos que entonces tenía que hacerlo con Yanis. Así pues, el niño prosiguió con la carta para el rey mago, convencido que le concedería, como siempre, sus mayores deseos.

La carta continuaba así:

“La verdad es que ya no quiero vivir aquí. Papá dice que no puede estar todo el tiempo que quiere en casa porque tiene que trabajar, que esto no se mantiene del aire. Así que, he pensado que si vivimos en una casa más pequeña, papá no tendría que trabajar tanto. Además, si viviésemos en la ciudad, no necesitaría el coche, y así pagaría menos. Tampoco quiero que Yanis me cuide. Puede que ella no sea mala, pero no me gusta. Preferiría que fuera mamá quién me tuviera que regañar, que nunca lo hace, que sea ella quien me diga que me tengo que ir a dormir… Mamá dice que tiene que trabajar, en parte para pagar a Yanis, y yo no lo entiendo. Si mamá se quedase en casa, no haría falta pagarla ¿No? Papá y mamá tienen un buen trabajo y si están tantas horas en sus oficinas es para poder mantener esto. Pero si viviésemos en un sitio más barato, no haría falta ¿verdad? al menos eso dice mi amigo Luis. Así que, este año, ya no te voy a pedir juguetes, creo que los tengo todos, sino que papá y mamá no tengan que trabajar hasta que el sol se esconda para que puedan estar conmigo. Confío en que me cumplas tu parte de trato. Yo me porto bien y tú me concedes mi regalo. Te espero el día seis ¿Vale?”

Metió el folio en un sobre, lo cerró y se lo entregó a su madre indicándole que la carta era sólo para el rey mago. Pero cuándo se fue a dormir, cómo cabía esperar, sus padres lo abrieron y leyeron la carta que Tomás había escrito. Las caras de ellos quedaron pálidas, desconcertados por las líneas de deseos que su hijo les había escrito, se miraron, y sin saber por qué, discutieron. Y lo hicieron tan fuerte que Tomás los pudo oír desde su habitación, aunque no comprendía qué decían exactamente. Era una batalla cruzada entre los dos, dónde se culpaban el uno al otro de todo cuánto sucedía en aquella casa de bien y lujo. Tomás no quiso escuchar, ya había sido testigo de otras situaciones similares. Así que, cerró los ojos y aguardó al día de reyes para ver si sus deseos eran atendidos.

Así transcurrió la Navidad hasta el día seis de enero, cuándo Tomás bajó por las escaleras en pijama, expectante por lo que pudiera encontrarse debajo del árbol. Su deseo era tan extraño que no se imaginaba qué podía encontrarse. Las luces del nacimiento parpadeaban, la bota que colgaba desde la chimenea estaba repleta de caramelos, y alrededor del abeto lleno de guirnaldas, había una persona esperando.

El rey mago había atendido su deseo –o eso parecía-, y así corrió escaleras abajo hasta que descubrió a Yanis custodiando todos los paquetes que llevaban su nombre.

- ¿Y papá y mámá? –preguntó desconcertado.- ¿Dónde están?
- Los señores se fueron de cena anoche. Están en su cuarto descansando –respondió Yanis invitándole a sentarse con ella-. Los reyes ya han venido ¿quieres abrir los regalos?

Pero Tomás no respondió de inmediato, sino que fue andando, a bandazos, hasta que estuvo a su vera contemplando la inmensidad de parqué cubierta de paquetes envueltos en papel de regalo. Sus padres habían vuelto hacer lo siempre, pagarle por el tiempo que no pasaban con él, el mismo soborno del año anterior, y del otro… y él empezó a llenarse de rabia e ira. Quería romper todo cuánto había allí, destrozarlo para desfogar aquella cólera a veces incontrolable bajo la mirada de Yanis, hasta que la mujer tomó uno de los paquetes y se lo puso entre las manos.

- ¿Por qué no empieza por éste?

Y Tomás empezó abrirlo, con lágrimas en los ojos. Pero pronto, su llanto se borró de su cara, y en lugar de aquella mueca tristona, ahora se dibujaba una sonrisa. Una sensación de felicidad embriagó todo su cuerpo bajo la sonrisa de Yanis, que volvía a ser la testigo de la ilusión de Tomás tras abrir un regalo como cada año.

- ¡Es la PlayStation 3! –gritó emocionado-. ¡Justo lo que quería! Ya estaba harto de la Xbox 360.

Y aunque sus padres no lo supieron entonces, Tomás había aceptado el pago.

7 comentarios:

  1. A modo de añadido, en este tipo de familias, y porque conozco un caso relativamente cercano, a veces se le coge más cariño a la niñera que a la madre. O a la abuela que a la progenitora.

    Y el problema que relatas en tu cuento se ve acentuado por el hecho de ser hijo único. Yo formo parte de una familia numerosa, y en parte por ello, mi padre estaba ausente por temas de trabajo mucho tiempo. Hemos sido los hermanos los que nos hemos ayudado y prestado atención. De los mejores recuerdos que tengo de mi infancia, los que conservo con más cariño son una primavera en la cual fuimos unas cuantas veces los cuatro hermanos a jugar al fútbol a un parque bastante conocido de mi ciudad natal, y las noches que pasábamos en el pueblo de mis abuelos y hacíamos peleas de cojines.

    Ahora bien, sin padres que estén ahí un mínimo o hermanos con los cuales compartir experiencias, la sociabilización y el cariño se convierte en un mercado de juguetes.

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  2. PEdddaaaazo soborno!!, yo que estaba derramando lagrimas a medio texto del relato leído, quedo pálida ante el final tan típico y jodidamente triste que le has puesto. En serio, espero que en el fondo los niños no sean tan fáciles de sobornar y de manejar ...me gustó el relato aunque hubiera preferido otro final, lo cierto es que este es el más real hoy en día, y por desgracia.

    Besoss

    Eva

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  3. Yo también vengo de familia numerosa y cómo bien dices, Miguel, parte de ese cariño nos lo dábamos entre los propios hermanos. Pero nuestro caso era distinto. Mi padre falleció cuándo yo era muy pequeño y eso hizo que mi madre tuviera que irse a trabajar (bueno, no todo se puede resumir tan rápido). Tal vez por eso, en este relato he querido dejar bien claro la gran comodidad que los envuelve, porque hay casos dónde los padres tienen que trabajar día y noche, pero para sobrevivir. Aquí quería dejar claro que no hay necesidad, sino capricho, que también es muy habitual hoy en día. Sé de curritos que sólo por aparentar más de lo que son, se han metido en casas carísimas y conducen coches de personas de un poder adquisitivo mayor... y eso lo pagan quitándoselo de estar en casa, con su gente, porque tienen que currar para poder pagar las letras tan caras de esos lujos.

    Eva, puede que el final sea el típico, pero el típico de la vida real. Si hubiera sido un cuento, hubiera acabado con sus papás vendiendo los lujos para no tener que trabajar tanto y compartir el tiempo con su hijo.

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  4. Siento lástima por los niños de hoy. Ellos han pagado con su sacrificio y sus carencias afectivas el nivel de consumo, el hedonismo de sus padre y la vanidad del tipo de vida en los que les obligan a vivir. Hubo un tiempo en el que las mujeres: madres, abuelas, tías y tatas sacrificaban su libertad y autonomía por atender las necesidades de los más débiles: niños y niñas, ancianos y discapacitados.
    Hoy la mujer va al matrimonio sicológicamente liberada y espera que en la familia todos y todas le apoyen, porque son sus derechos, y yo me alegro por ello, de verdad, pero creo que antes de comenzar a concebir y parir a la prole, deberían pensar, él y ella, si están dispuestos a cuidarlos y atenderlos. Lo que debemos a los hijos, no acaba en el parto y mucho menos se completa el parto estando cada vez más alejados de ellos, para poderles comprar màs cacharros o darle más horas de actividades extracurriculares. Ellos necesitan ejemplos de actitudes, valores, afectividad positiva y el grado mayor posible de autoestima.

    ¡FELICES FIESTAS!

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  5. No sé por qué mi comentario se ha perdido... ¡ay yo y mis habilidades tecnológicas!
    Explicaba por que los niños desean y necesitan más de la presencia de sus padres que de todo cacharro que nos ofrece la publicidad.
    Un abrazo. mrcomas

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  6. Por dos veces he perdido mis comentarios. Os diré que es una pena que algunos padres se pierden la época maravillosa de los 5 primeros años de sus hijos,cuando el aprendizaje tiene una velocidad de vértigo para sorprendernos en cada momento. Y el desarrollo de os niños en afectividad, elección de actitudes y valores.

    Un abrazo. mrcomas

    PD. Ya veremos que pasa ahora.

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  7. Rosa, ahí estoy muy de acuerdo contigo. Hoy en día, el acto de traer un hijo es casi egoista. Lo traemos porque queremos tener un niño y muchas veces ni nos paramos a pensar si somos lo suficientemente altruistas para ceder el tiempo que ese niño necesita. En muchas ocasiones, diría que no. Es más, hay parejas con problemas que traen un niño al mundo para ver si es la panacea que los resuelva...

    PS: Rosa, si ves que tardan en salir los comentarios, es porque tengo que darles el OK. Esta opción no la tengo por nada en concreto. Simplemente para enterarme que se ha comentado. Gracias por pasarte por aquí

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