No me temas


No me gusta que la gente me mire de ese modo, con miedo, asustada, con asco, aunque entiendo que pueda sentir eso con sólo tener mi presencia cerca. Hace mucho tiempo yo era igual, cuando veía a alguien de dudosa apariencia, me alejaba, reclinaba la cabeza y procura pasar desapercibido. Tal vez por eso no me gusta forzar ninguna situación. Simplemente extiendo la mano, sin mirarlos a los ojos, y pido caridad, que quien me la quiera dar, bienvenido sea... y el que no, pues nada. Pero aquel día era distinto. No quería una limosna. Sólo hablar.

Por eso me subí a ese tren. Era temprano y afuera hacía frío, y pensé que dentro de uno de los cercanías estaría mucho más resguardado. Apenas había gente en la primera parada, tan sólo algunos hombres con los ojos cerrados intentando alargar sus horas de sueño antes de empezar el trayecto, y luego estabas tú, con los ojos bien abiertos mirando tras el cristal.

Me acerqué lentamente, con mis ropas rotas, mi barba desaliñada y oliendo mal -lo sabía-, y en cuanto tú percibiste mi presencia te pusiste en guardia. Lo noté al momento, cuando me senté enfrente de ti, sin aún haberte dicho nada. Procurabas evitar cruzar la mirada, estabas firme y agarrabas la mochila con más fuerza por si tuviera la intención de quitártela. Y yo, contemplándote, percibí tu miedo mientras en mi interior replicaba la misma súplica de siempre: No me temas.

No me atreví a saludarte al verte así, pero quería hablar. Por eso, cuando las puertas se cerraron tras el sonido del silbato, suspiré y comenté al aire para romper el silencio reinante.
- Vamos, ¡corre como el viento que no llegamos!

Tú no me miraste directamente, sólo de reojo evitando por cualquier medio que yo lo notase, y ya, con sólo aquella frase, habías podido entender que mi estado de embriaguez podría jugarte una mala pasada. Seguro que pensaste en cambiar de sitio, pero por una extraña razón no lo hiciste. Supongo que confiarías que en la próxima parada alguien se pondría cerca.

El tren viajó a la velocidad de siempre, muy rápida para mí, lenta para ti, y cuando llegamos a la siguiente estación, tus ojos se fijaron en la puerta implorando a los nuevos viajeros que acudieran en tu ayuda, a pesar que yo no te estaba diciendo nada, sólo te miraba. Subieron cuatro mujeres, dos niños y un hombre mayor. Pero todos se fueron para el otro lado del vagón, dejando nuestra zona aún sin más compañía que la que nos prestábamos mutuamente. Sí, amigo –pensé- no vienen aquí porque estoy yo, y entonces te hablé.
- ¿Qué, al trabajo?

Pero tú no contestaste. Me miraste, extrañado porque te preguntase, y asentiste con desdén para volver tu mirada hacia la ventana. Aunque a mí no me valió esa respuesta. No te iba a hacer nada, ni tampoco te iba a robar. Sólo quería hablar con alguien después de pasar una noche a la intemperie pasando frío. Conversación, nada más ¿Acaso tanto te costaba? ¿Tanta crisis hay en el mundo que hasta las palabras valen dinero?

Yo proseguí como si tal cosa intentando no darle importancia. Aunque no querías responder, yo continuaría la conversación. Sabía que estaba hablando solo, que estaba contando mi complicada noche al aire, pues tú seguías mirando a la ventana y sólo me dedicabas tímidos gestos a modo de respuesta, como si me quisieras decir que sí, que me estabas escuchando aunque no era lo que más te apetecía en ese momento.

- ¿Alguna vez has dormido en la calle? -te pregunté y tú por fin dijiste algo. Un monosílabo, rotundo, contundente, pero fue algo. Negaste con firmeza antes de regresar al paisaje que apenas se percibía tras el cristal, pues la noche aún era densa y el interior del vagón se reflejaba en la ventana.
A mí me bastó ese "no" para sentirme escuchado y alargar así mi conversación, contándote ahora la suerte que tenías y la mala racha que atravesé, la que me llevó a la calle y al alcohol, y mientras, tú te fuiste poniendo más nervioso. No dejabas de mover las piernas, seguías abrazado a tu mochila (ahora con más fuerza) y tu mirada iba haciendo un recorrido por los asientos vecinos en busca de alguien que te ayudase.
Llegamos a la tercera parada y otra vez lo mismo. Nadie se sentó con nosotros. Seguíamos juntos. Yo cansado de sentir que hablaba solo y tú aún más nervioso.
- No te voy hacer nada –finalmente confesé con la voz quebrada- no te voy a robar ni pedir nada. Sólo quería conversar un poco hasta que lleguemos a la última parada –y entonces tú mentiste.
Me dijiste que no tenías miedo, cuando no se podía expresar más en esos ojos negros, y te excusaste en que estabas cansado. Habías dormido mal la noche anterior. Yo celebré el hecho de que contases algo más que ese "no" o los gestos que me dedicabas. Por primera vez me dedicabas una frase completa, aunque luego volviste a la misma situación: Tus piernas con ese telele, tus manos anudadas sobre la mochila y tu mirada ahora detenida en el techo. Entonces metí la mano en mi bolsillo y saqué un llavero.

No sé por qué lo hice, era tonto y absurdo, pero no se me ocurría otra cosa para que cambiases la rigidez de tu cuerpo. Lo extendí y te invité a que lo vieras al tiempo que te contaba una batallita que me acababa de inventar. Aun así eso no fue suficiente y tú persististe en tu miedo mientras en mi mente empezaba a replicar cada vez con más fuerza aquello de: No me temas.
No tocaste el llavero. No lo cogiste por temor a que fuera una treta para pillarte desprevenido, o lo mismo por si te contagiaba algo. No lo sé. Lo único que aún recuerdo es que en ese momento me sentí más pobre de lo que ya era. Ya no pobre de dinero, sino pobre de afecto, de cariño, de compañía... tal vez una pobreza que pesa más que la primera.

En la cuarta parada subió mucha más gente, demasiada como para que pudieran evitar sentarse con nosotros, lo cual te alegró. Lo noté en tu mirada. Un señor de traje elegante y una chica con su reproductor de música a todo volumen. Y en la quinta, la seguridad del tren apareció. Me pidió el billete, que evidentemente no tenía, y después me invitaron a marcharme. Pero yo no quería. Afuera aún hacía mucho frío y en el tren se estaba caliente. Además, quería hablar contigo, distraerme un poco...

Al final los dos hombres de seguridad me agarraron de los brazos bajo las miradas de todos los presentes, quienes entonces ya no tenían reparo en mirarme. Me empujaron y me llevaron hasta la puerta del tren mientras me amenazaban. Y aunque esta situación ya se había repetido en muchas ocasiones, hasta tal punto que no era novedad, me bajé entristecido, pues segundos antes te oír comentar con alivio:
- ¡Por fin se va!

Me dejaron tendido en el andén, con el viento golpeándome en la cara y con mi pensamiento torturándome una vez más, aquél que imploraba que no me temieran. Me abroché mi roída chaqueta manchada, metí mis manos en los bolsillos y encontré un euro de mi última limosna. Así que me marché de la estación, a ver si encontraba algo de alcohol que me hiciera olvidar mi triste suceso. Lo mismo comprando, alguien me daba conversación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario