Muda soledad - De Eva Márquez



Abro los ojos. La primera luz solar inunda la habitación sin tregua. Entorno mis párpados en busca de orientación sobre mi espacio. Con gélido estupor compruebo que las órdenes de mi cerebro suenan y resuenan en mi mente como un eco siseante neumático. No hay fluidez inmediata acatada por las extremidades de mi cuerpo. Sé cómo y lo que tengo que hacer para incorporarme de la cama, pero mi cuerpo responde a un paso ralentizado e inexplicable. Parece como si esta mañana hubiera despertado alojada en otro cuerpo que no atiende a mis deseos neuronales.

Alguien entra por la puerta con aparente seguridad y confianza. Creo entender que dice ser mi madre. Mi embotada cabeza reconoce la fisonomía de su rostro, parece una copia de mi misma en blanco en negro. Con incipiente canguelo no recuerdo familiaridad alguna en su voz o en sus gestos, y eso me acobarda. Con frío recelo y bajo una atenta rutina rodeada de un orden meticuloso e inviolable, levanta del todo la persiana, abre la ventana aireando el cuarto, me ayuda a levantarme, a desvestirme el pijama y con un gesto visual me indica que debo dirigirme al baño para un aseo matutino. Su trato hacia mi persona resulta similar al trato con un niño de dos años. Extraño, mi cuerpo pertenece al de una mujer adulta. Me observo en el espejo, y me encuentro con un rostro desencajado, ríspida, hirsuta y erizada. Los poros de mi piel carecen de espitas que me sirvan de cauce para interpretar cualquier emoción. Y lo peor, me doy cuenta que no tengo en mí poder cognoscitivo que me capacite para hacerlo.

La mujer que dice ser mi madre, me mira con ojos angustiados, con diminutas gotas asomadas desde su lagrimal, contenidas como un dique seco. En un efímero acto trata de regalarme una caricia sobre mi pelo, y como por arte de magia su mano se torna ante mis ojos en un nido de viles cuchillas que desean hacerme trizas, asustada y con histriónicos aullidos me alejo. Ella no hace nada, solo me mira. De nuevo, con paciencia espera en la sala de la cocina a que recupere el sosiego. Me acerco despacio hasta donde ella se encuentra, fijo la vista en un reloj de pared. Creo que han pasado algo mas dos horas desde que entre en el baño y decidí salir. Ella espera sentada y me ofrece sin hablar una taza de leche y dos tostadas. Me enseña un vestido largo scon enormes botones. Me desliza el vestido y yo me abotono, despacio. Consigo llegar a la silla y sentarme. Todo ello realizado a cámara lenta, extra-leeento si cabe. No sé por qué razón comienzo a tomar la leche. No sabe a nada. Tampoco el pan. Ha pasado otra hora y continúo sentada. Ambas lo estamos. Solo mudo silencio festeja la soledad del almuerzo. La miro. Ella sin parpadear deposita sus ojos rugosos sobre los míos. Una misma moneda solitaria en sus dos caras, yo soledad obligada y ella voluntaria. Silencio que revienta. Quisiera romper el mutismo que nos embarga a ambas, pero los pensamientos que ahogan mi mente no saben llegar a mi boca. Intentar una tímida sonrisa bloquea mis neurotransmisores. Incapaz de realizar algo tan simple me perturba. Ella lo nota. Me ofrece un papel y un lápiz. Con celo y parsimonia mis dedos comprenden su requerimiento. No sé cómo, pero de pronto mis manos resultan hábiles. Ágiles. El resultado parece un dibujo a carboncillo de una lágrima en forma de diamante tallado cayendo sobre un solitario mar.

Lo termino y se lo entrego. Ella lo mira con mimo y lo apila en una mesa contigua decorada con cientos o miles de hojas con el mismo dibujo. Mi premio, una sonrisa melancólica.

De nuevo con su mirada, me da permiso para ir al jardín de la casa.

La angustia de sentirme recluida en un cuerpo torpe, carente de flexibilidad mental multiplican el silencio de una soledad inaudita. Sin relación recíproca entre cuerpo y mente, un ser vegetativo enjaulada en mundo extraño. Trato de gritar para exigir ayuda, pero ni tan siquiera obtengo una débil mueca, ni un leve sonido perceptible, ni una sola humedad en mis cuencas oculares que den cauce a este horror. Solo queda esperar y mirar a la lejanía anodina. Mudo destierro, mordaz y punzante que asfixia unos sentidos que tan solo yo sé que existen, aunque no pueda o no sepa demostrarlo a los demás. Se me nubla la vista. Todo se oscurece y el tiempo no se detiene.

Abro los ojos. Una nueva mañana atraviesa mi esencia. De forma súbita e incontrolable me incorporo de la cama. Siento un hormigueo hiriente en mis manos, una respiración agitada y taquicárdica que me devuelven a una vida llena de ansiedad biológica. Mi cuerpo y mi cerebro han vuelto a la vida normal y responden a mis plegarias. Recuerdo mi alrededor. Compruebo las huellas calientes de mi hombre sobre mi cama. Seguramente habrá salido a su carrera matutina. Sobre la cama, arrugada aparece una revista abierta sobre un reportaje titulado "Autismo severo". Las lágrimas afloran sin compasión y de manera abrupta y desenfrenada. Lloro al fin.

Mi hija de cinco años aparece por la puerta, asombrada y descolorida visiona la escena. Se me acerca, me abraza, limpia mis lágrimas con sus pequeños dedos, me sonríe y me susurra al oído:

- Tranquila mami, solo ha sido una pesadilla!!

No estás sola, yo estoy a tu lado.
Eva Márquez

1 comentario:

  1. Gracias guapo!! por tenerme presente, espero al menos al ti te guste el relato, pues ha sido rechazado desde la página de Narrativas donde lo envíe para supublicación, está visto que los relatos no son lo mío jjjaa
    Besos desde tenerife, qui estamos super tranquilitos y muy contentos Sorpresa!! mi gorid ha sido selecionado para una plaza de profesor asociado de la autonoma....

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