Veinticinco días


El siguiente relato ha sido publicado en dos revistas. En el suplemento del número 5 de Groenlandia como en el número 39 de la revista Remolinos. Hoy lo traigo al blog para todos vosotros.



Siempre ocurría por la misma fecha, como una especie de maldición que tuviera que sufrir año tras año sin ningún tipo de consuelo que le ayudase a sobrellevar la pena que arrastraba. Su marido siempre lo achacaba al fin de la Navidad. Ella era tan entusiasta a finales de diciembre que el fin de las fechas debía de suponer un duro golpe, y que siempre ocurriera con el fin del día de Reyes debía de ser una señal. Pero no, María no estaba triste por eso, sino por otra cosa.

Tenía un buen matrimonio. Él era atento, cuidadoso, cariñoso... Todo lo que un día pidió de un hombre, lo tenía en carne y hueso, en su casa, en su cama. Con él había tenía dos niños y una niña, y los cinco formaban una preciosa postal que enviaban todos los años a sus familiares y amigos. Buenos trabajos, una bonita casa... todo era tal y cómo quería que fueran las cosas, por lo que no entendía por qué todos los malditos años, al acabar la Navidad tenía que entrar en un ciclo nostálgico, en una espiral de penas y lágrimas que debía ocultar tanto a sus hijos como a su marido, y del que no salía hasta que llegaba febrero. Para María eran los peores veinticinco días de cada año, con diferencia.

Él ya la daba por perdida. Era mucho el tiempo que llevaban juntos y ya estaba acostumbrado a este periodo. Y aunque procuraba ser más detallista, más cauteloso con comentarios que pudieran herir, su marido ya optaba por lo práctico, dejando que la pena de su mujer pasase como lo hacía un resfriado. Con el uno de febrero volvería la normalidad. Pero para ella era diferente. Cada año el mismo pensamiento le atormentaba, el mismo sentimiento de culpabilidad emergía y sólo podía hacer una cosa: Recordar sin que nadie supiera lo que pasaba.

Todo empezó hace mucho tiempo, antes incluso de tener a sus hijos, de casarse, antes de haber conocido a su marido, cuando después del día de Reyes, caminando sin mirar, tropezó con un jovial muchacho que le tiró encima el café del vaso de plástico que se tomaba de mala gana. Matías le había dicho que se llamaba. Él se disculpó de inmediato por la torpeza, y por supuesto que insistió en reponerle el café que había derramado sobre su suéter fucsia, y ella, en fin, ella dejó que él hiciera lo que quisiese. Así fue desde el principio, desde ese día siete de enero hasta el día treinta y uno, día en el que Matías se fue.

Todavía hoy, María se preguntaba por qué recordaba tanto a Matías, y por qué revivía los sucesos de esos veinticinco días locos que pasó junto a él, abandonando a sus amigos, familiares, trabajo... Fue algo desorbitado, desmedido y muy pasional lo que surgió entre ambos, creando una adicción mutua que asustaba. Tal vez por eso, él desapareció, abandonándola para no volverla a ver, y ella quedó marcada de por vida.

Nunca volvió a sentir por alguien lo que sintió por Matías, ni siquiera por su marido, y durante estos veinticinco días, ella vivía su Vía Crucis personal rememorando esta pasión hasta su más amargo final. Y era extraño, porque por un lado se sentía feliz al poder recordarlo, triste al verse sin él, y culpable por sentirse infiel, aunque sólo fuese de pensamiento. Su marido era un hombre bueno y gentil, y se merecía alguien que le profesase los mismos sentimientos que él daba. Y sin embargo ella, durante esos veinticinco días, volvía a estar con Matías dentro de su imaginación.

Con los años confió que los hijos llenasen ese vacío, que desbancasen a Matías de su corazón para poder ser libre de sus sentimientos. Pero esto no sucedió. Ni con marido, ni con hijos. Siempre recordaría a Matías. Hasta que, llegado un momento, María asumió esta condición de amante desdichada, y cuando acababa la Navidad, se sumergía en sus pensamientos cautelosamente. Al menos tenía esos días, tristes, pero bonitos al mismo tiempo.

Un año, al inicio de este siete de enero que tantos sentimientos despertaban, María marchó a trabajar. Acababa de finalizar sus pequeñas vacaciones, y tras dejar a los niños en el colegio, entró en la cafetería donde tomaba su café diario antes de subir a la oficina. Su expresión ya era ausente, y en su memoria ya estaba circulando la película del romance en el día de su efeméride, cuando, al acercarse a la barra para pedir su desayuno, tropezó con un hombre. A éste se le derramó parte del café sobre la pernera y maldijo para sus adentros, cuando al volverse se encontró con María disculpándose por su torpeza. Cual fue la sorpresa para ella cuando sus ojos descubrieron a Matías.

¿Cuántas veces había soñado con ese mismo instante? ¿Tantas veces como años habían estado separados? Y por fin, como si su ángel de la guarda hubiese atendido a su súplica, Matías volvía a su vida. Puede que no fuera el mismo que la dejó, habían pasado ya muchos años desde entonces, y ahora tenía enfrente a un Matías más viejo, aunque sus ojos sólo vieran al hombre que amó entonces.

Los dos se quedaron sin palabras durante los primeros cinco segundos, donde se estuvieron mirando perplejos por la gran casualidad que hacía que volvieran a verse en el mismo día pero muchos años después, quedándose inmersos en un breve trance que abandonaron cuando la camarera dejó el café de ella sobre la barra. Se saludaron aún llenos de sorpresa, pero sin poder disimular sus sonrisas, y se sentaron en unas de las mesas.

Había tanto de qué hablar, tantas cosas que contarse... y mucho que preguntar. Pero, por más que necesitaba saber por qué se fue de repente, María se quedó embelesada con las aventuras que le contaba Matías, olvidando formular la pregunta que tantas veces le había atormentado.

No fue a trabajar, tampoco Matías, y permanecieron en aquella cafetería durante toda la mañana contándose todo lo que había sucedido en sus vidas desde la última vez que se vieron. Ella le contó que se había casado, con cierta sensación de culpabilidad, y le mostró con orgullo las fotografías de sus tres angelitos. Él estaba solo. Se había casado, divorciado posteriormente, para volver a pasar por el altar con el mismo final, y desde entonces había proseguido con una vida muy ajetreada donde hoy estaba en un lado y mañana en otro.

Ella escuchó con atención todas las emocionantes vivencias que Matías le contaba, fascinada al dejarse llevar por ellas, mientras los ojos iluminados de ambos no dejaron de cruzarse. De vez en cuando se quedaban absortos observando la comisura de sus labios, aquéllos que antaño se sellaron con los del otro, y sentían el impulso de besarlos hasta desgastarlos, aunque ahora no fuera correcto.

Tras la larga charla en la cafetería, María se fue con Matías a la habitación del hotel donde se hospedaba. No sabía por qué no se había negado, y es que, de un modo involuntario, no podía negarse. Era como si hubiera caído en una red y permaneciera hipnotizada, y una vez allí volvieron a ceder a sus deseos, a repetir lo mismo que habían hecho años atrás. Tras abandonarse al amor, María se reincorporó en la cama y observó las amables facciones de Matías, quien indudablemente era tan preso como ella de los sentimientos que durante tantos años habían sentido, y finalmente ella preguntó por qué.

Estaba allí, en la cama de un hotel, tras haber faltado al trabajo, tras haber sido infiel, pero acompañada por el único hombre a quien había amado de verdad en toda su vida. Necesitaba saber por qué llegado el día treinta y uno, Matías desapareció.

-Tú eres una droga, María- le dijo -quedarme a tu lado hubiera sido la perdición para los dos.

Y aunque apenas profundizó en su explicación, María entendió sus palabras. Había bastado una sola mirada para abandonarse, poniendo en riesgo todo lo que tanto trabajo le había costado crear. Era tal admiración la que sentían mutuamente, que estar juntos sólo podía provocar su desgracia y su autodestrucción, y por primera vez lo comprendió. Se levantó de la cama, se vistió y le dio un fuerte beso de despedida.

-¿Nos volveremos a ver?- le preguntó Matías y ella negó con la cabeza.

María abandonó la habitación envuelta en miles de lágrimas, corriendo por el pasillo para evitar que Matías saliese a su encuentro. Sabía que no podría decirle dos veces que no, y todo el coraje que había reunido para seguir manteniendo unida a su familia, ahora pendía de un hilo. Debía irse de inmediato. Se detuvo en un bar, se lavó la cara y regresó a su casa.

Al año siguiente, después del día de Reyes, María hizo su peculiar trayecto recordando el inicio de esos veinticinco días llenos de pasiones desmedidas, aunque en esta ocasión añadiendo el singular epílogo del año anterior. Era extraño. Siempre se había preguntado por qué recordaba tanto a Matías, por encima incluso de todos los años de feliz matrimonio que había vivido junto a su marido. Pero el último episodio le había derrumbado su más firme creencia, ya que por primera vez, María entendió que el mejor amor no tiene por qué ser aquél que más dura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario