De juegos peligrosos a los de escurrir el bulto



Existe una gran variedad de juegos que podríamos calificar de peligrosos. Juegos dónde los participantes buscan algún tipo de satisfacción o goce gracias al morbo que da sentir librarse de las fatales consecuencias que pueden acarrear dichas aficiones, al mismo tiempo que otorga placer al ver como el contrincante queda bien jodido. Juegos como la ruleta rusa, dónde los participantes se van pasando una pistola cargada con una única bala, se apuntan a la cabeza y accionan en gatillo para ver si ésta se dispara. También está el juego del gallina, dónde dos participantes se colocan con sus coches en una larga autopista, cada uno en un extremo, y corren hacia el otro hasta ver quién de los dos se retira antes de colisionar. Evidentemente pierde aquél que es un gallina, aquél que da un volantazo antes de que ambos coches choquen a más de ciento cincuenta kilómetros por hora. También los hay con su toque sexual, dónde un grupo de personas deciden participar en una orgía con la incertidumbre de desconocer quién de todos ellos tiene sida. Evidentemente a esto se juega sin condón. Lo llaman “pegarse el bichito”.
Evidentemente la gente que participa en este tipo de juegos no busca ser el eliminado. Por descontado que ninguno de ellos quiere ser quién se pegue un tiro en la cabeza, sino que buscan algún tipo de estímulo respuesta provocado por acciones que pueden atentar contra su propia vida. Librarse cinco veces del tiro en la cabeza puede dar la sensación de ser invencible, mantenerte firme al volante sin girarlo dejando que sea el contrincante quién ceda en la carretera puede provocar algún tipo orgullo, de coraje, de valentía mientras que al otro no le queda más que los calificativos de cobarde, de perdedor…
Por suerte son muy pocos quienes valoran tan poco su vida cómo para ponerla en juego por una cuestión de orgullo o excitación, siendo la mayoría conscientes que ese tipo de aficiones son más que peligrosas, donde el concepto de la suerte toma una fuerza arrolladora. Sin embargo, diría que este tipo de juegos terminan siendo adaptados a ciertas actitudes que alentamos todos en algún momento dado de nuestras vidas, aunque variemos su finalidad, convirtiéndolos en pulsos contra los demás para escurrir el bulto.
Hablo de experiencias ligadas a los problemas cotidianos. Por ejemplo, una persona cae en una depresión, por lo que sea, y decide encerrarse en casa. No habla con nadie, no quiere que su familia y amigos se acerquen y llora desconsoladamente día y noche. Amigos y familiares son conscientes de esta situación, saben lo que pasa y lo que tienen que hacer en su deber moral y ético para ayudar. Tienen que sacar a esa persona del agujero en el que se está metiendo. Sin embargo el nivel de implicación de cada uno de ellos es completamente distinto. Al final unos pocos tiran del carro mientras que los demás deciden colgarse las medallas. Pero ¿qué pasa cuando todos ellos juegan al gallina? ¿Qué pasaría si, de repente, todos esperasen a que fueran los demás quiénes tomasen las decisiones correspondientes para ayudar a la persona que se ha encerrado, desentendiéndose para forzar al otro que actúe? Al final, quién da el volantazo lo hace lleno de indignación, cabreado porque ha perdido porque su esquema de valores le impide desentenderse mientras que su oponente gana. Si se produce el choque, si ninguno cede, el golpe se lo lleva la persona que está en medio, la que espera ser salvada por su círculo, seguramente ajena al juego o la batalla que se está librando torno a su presencia.
Los niños aprenden a jugar a esto enseguida, pasándose los unos a los otros un globo de agua hasta que explota. Cuanto más tiempo pasa sin explotar, más nerviosos se ponen y lo van lanzando a los compañeros con más mala leche para provocar que estalle cuanto antes, ya que necesitan que explote antes de que vuelva y les moje. Es la versión infantil de la ruleta rusa. Luego crecemos, y sin necesidad de una pistola, seguimos haciendo lo mismo: escurrir el bulto, lanzar la bomba con más mala leche para provocar que explote. En el peor de los casos, solemos cerrarnos en una actitud y mirar hacia otro lado para forzar a los demás a jugar excluyéndonos a nosotros, conscientes que los otros entrarán en el juego.
Podríamos resumirlo de este modo: los que ganan en el juego del gallina obligan a los perdedores a jugar a la ruleta rusa. Lo único que, a diferencia de esas actividades peligrosas del principio, dónde se participa por morbo, por el gusto de sentir una experiencia límite, en estos últimos casos se actúa por cobardía o por egoísmo, ya que somos incapaces de ceder nuestro tiempo para dárselo a otro sin importar las consecuencias. Tal vez, por la diferencia que hay entre aquéllos que actúan a la hora de jugar a un juego dónde peligra su vida y los que fuerzan a los demás a corresponder por ellos, veo con mejores ojos a los primeros, pese a su temeridad. Al menos ellos le echan huevos.

1 comentario:

  1. Hoy no puedo evitar sentirme identificada con tu exposición de argumentos para resaltar un juego al que nos están obligando a jugar. Mucha razón la tuya, y por desgacia me ha tocado el papel del que arriesga, o eso creo, escurrir el bulto no va conmigo, solo espero que cuando caiga el telón y me venga abajo, que tarde o temprano lo haré, porque por muy de hielo que todos piensen que soy, no lo soy, espero y confío en tenerte a mi lado. Estoy segura de ello, ya me lo has demostrado en varias ocasiones y hasta ahora no me has defraudado nunca. Lo peor del juego, las decepciones, esas no desaparecen jamás, dejan cicatrices que duelen para siempre. Un beso corazón.

    Eva

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